Por Osvaldo A. Bodean, publicado por www.elentrerios.com
En enero de 1989 nos habíamos convertido en padres por primera vez. Seguramente por referencias, elegimos como pediatra del recién nacido Francisco al Doctor Roberto Chabrillón.
Ya por aquel entonces era un milagro que un médico visitara la casa de sus pacientes. Por eso nos tomó por sorpresa cuando «Piki» nos avisó que venía en camino hacia la humilde vivienda que habíamos alquilado en inmediaciones del ex Bar de Cremonte.
Recuerdo como si fuera hoy cuando improvisó en la única mesa que teníamos la camilla para revisarlo. Lo observó, lo auscultó, efectuó los consabidos golpecitos para constatar sus reflejos, todo con simpleza y sorprendente celeridad. Y en un momento dado, cual si fuera un acto circense, dejó que las dos pequeñísimas manitos de Francisco se aferraran a sus dedos y lo levantó por el aire. El bebé se balanceó como colgado de un trapecio durante una fracción de segundos que a mi señora y a mí, padres primerizos, nos pareció una eternidad. Piki sonrió con picardía porque sabía que nos había asustado y nos comunicó la mejor noticia: el niño es sano.
Y mientras lo vestíamos, disparó un consejo que jamás olvidamos. Palabras más, palabras menos, nos dijo: «si quieren disfrutar de su hijo y no sufrirlo hasta que haga el servicio militar, cuando llorisquee, esperen aproximadamente cinco minutos y recién entonces acudan en su auxilio. Así podrán distinguir las mañas de los problemas reales».
Obvio, no se trataba de una receta a aplicar con cronómetro en mano. Era otra cosa. Nos quería advertir que le haríamos mucho mal si lo sobreprotegíamos, tanto como si lo desprotegíamos.
En la sala de espera de sus consultorios se aglutinaban ricos y pobres. A todos los trataba igual. «Mamita, ¿por qué lo batís?» le decía al pasar a alguna de esas madres que creen que sacudiendo nerviosamente al niño conseguirán calmarlo. Era una de sus tantas frases originales.
En ocasiones, cuando no detectaba algún síntoma concreto de enfermedad, deslizaba una hipótesis: «Quizá sea el mal de unca». ¿Qué es eso? preguntaban los padres que escuchaban por primera vez tan raro diagnóstico. De «unca… rajo» contestaba, mientras dejaba escapar una carcajada.
Las niñas ya sabían que al sentarse en la camilla deberían responder a la pregunta de siempre: «¿Cómo está tu noviecito?» La reacción de sus pequeñas pacientes, por lo general a la defensiva, le daba pie para seguir el juego y, sobre todo, para arrancarles alguna sonrisa.
Roberto Chabrillón fue un talentoso pediatra. Médico por vocación y no solamente porque tuviera un título colgado en la pared.
También fue un hombre de opiniones fuertes, tajantes, y por eso siempre dividió aguas. Algunos lo amaban y otros lo odiaban. Pero nadie podrá reprocharle haber sido un hipócrita que escondiera su parecer.
Se enorgullecía de haber sido uno de los pocos médicos que accedió al cargo de director de hospital por concurso. Cuando estuvo al frente del Ramón Carillo de Concordia, más allá de aciertos y desaciertos, soportó no pocos embates al querer hacer valer su independencia de los oficialismos de turno.
Tenía una mirada original de las cosas. Como cuando planteaba que el Mal de Chagas era más grave que el Sida pero nadie se ocupaba del asunto, tal vez porque sus víctimas son en su mayoría pobres.
Reclamaba políticas de estado en salud y usaba como ejemplo la campaña de la gotita de lavandina en el agua para combatir el cólera, una de las pocas políticas públicas que valoraba.
Cuando se construía el nuevo hospital de Concordia, hoy el Delicia Concepción Masvernat, solía disparar preguntas incómodas: ¿con qué presupuesto contará el nuevo hospital?, ¿de dónde saldrán los especialistas que harán falta? No le entraba en la cabeza que esos aspectos cruciales no estuvieran definidos, como si un nosocomio fuera sólo edificio y equipos.
Pero tal vez en ningún lugar era más él mismo que en el consultorio, con los niños, con sus padres, curando y también educando. Como cuando le recomendaba a mis hijos ya adolescentes leer un libro en vacaciones, siempre empujándolos hacia la excelencia.
A su esposa Martha, siempre acompañándolo, sosteniéndolo en las buenas y en las malas, y a sus hijos, en medio del dolor de la partida, seguro que les invade también una infinita gratitud por la vida de este pediatra entrerriano que combatió con éxito tantos virus y bacterias, incluido, claro, el «mal de unca».
¡Gracias Dios por Roberto «Piki» Chabrillón!